Por:
Alexandra Galeano Gallego
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Fecha:
2015
Inicia otro día en la ciudad y nuevamente se agita la vida… Niños, niñas y jóvenes acuden a las instituciones educativas al encuentro cotidiano con sus maestros y maestras. Una vez suena el timbre, el salón de clase congrega vidas, sueños e historias reales tejidas en contextos sociales y culturales de Bogotá, ciudad
amplia, compleja y diversa, escenario de posibilidades y oportunidades que precisan descubrirse en medio de condiciones sociales y económicas, en muchos casos adversas, que pueden predisponer a la violencia, a la pérdida de sentidos de vida, a la fragmentación familiar y a otras tantas dolencias que se perciben en la
escuela y llevan a nuestros jóvenes a ver en las drogas, en la deserción escolar, en la pandilla, falsas salidas a vivencias que los desbordan y con las que no saben cómo lidiar. A diario, entonces, emociones y sentimientos
de estudiantes, docentes y familias se amalgaman y convierten la escuela en un espacio intensamente humano, donde es fundamental resignificar el afecto. Por eso, hoy la apuesta se centra en sumar el desarrollo socioafectivo a los aspectos cognitivos y físico-creativos, como un facilitador del aprendizaje para consolidar
la educación integral y trascender la práctica educativa que privilegia los procesos cognitivos como labor prioritaria del ejercicio docente.