Los contornos que se extienden más allá del centro son las periferias. Las líneas de este gran conjunto llamado Bogotá se expanden en escenarios diversos y vibrantes como su núcleo.
En Bogotá la gente se mueve en bicicleta, Transmilenio, automóvil o buseta; pero en algunas localidades hay personas que lo hacen a caballo, mientras arrean un grupo de vacas o cosechan bultos de cebolla junca. Aquí funcionan, por lo menos, cinco mezquitas musulmanas y varios centros de meditación budista. En Bogotá viven 235 especies de aves, entre migrantes y endémicas. Esta es una ciudad colmada de periferias.
Foráneos en la ciudad
En esta ciudad hay restaurantes que sirven platos caribes, andinos, mediterráneos o de islas ubicadas en las antípodas del planeta. Se escuchan acentos de todo el país y son varias las legiones de extranjeros que viven acá. Como bien dice el escritor cartagenero Roberto Burgos Cantor en su libro En las alturas: “La venganza de la periferia consistió en volver el centro del país en una mezcolanza”. Y en ese indefinible cóctel la ciudad se ha renovado y mutado en una urbe laberíntica de crecimientos impredecibles.
Los imaginarios aportados desde la periferia han enriquecido a una ciudad hoy inabarcable que, sin embargo, hace poco menos de un siglo era provinciana y aburrida, como bien lo cuenta la escritora bumanguesa Elisa Mujica en su libro Bogotá de las nubes: “A principios de 1930, cuando llegó a Bogotá el escritor Alcides Arguedas, acostumbrado a pasar la mitad de su vida en París, asistiendo a conciertos, escuchando conferencias, visitando museos, alternando con lo más granado, aquí casi se muere de inanición y nostalgia”. Ha sido la periferia la que ha enriquecido culturalmente a esta ciudad enclavada entre montañas, a la que, trágicamente, se han sumado familias que han llegado desde el Pacífico, La Guajira o la selva huyendo de la larga guerra a acomodarse, con su cultura y geografía, en barrios que cuelgan de montañas empinadas.
Esta ciudad ha sido contada por el surrealismo, la psicodelia, el horror, la ciencia ficción y lo fantástico. En esta ciudad viven alrededor de 20.000 habitantes de calle, hay sobanderos que arreglan lesiones con sus manos y curanderos que rezan para sanar una herida. Hay festivales de cumbia, punk, rap y metal extremo. Esta ciudad está colmada de periferias.
Narrativas de los extramuros
Otro foráneo que adoptó a Bogotá como una de sus casas fue Gabriel García Márquez, quien, según la exposición Gabo en Bogotá, dice que la ciudad “en todos estos años no ha sido otra cosa que una playa verde y desmedida, a 2.600 metros sobre el nivel del mar”. En este capítulo se explora las periferias de la gran ciudad. Contadas desde textos que abordan el largo conflicto colombiano, o prestan su voz a mujeres que caminan incansablemente las calles, o ubican su punto de vista en los ojos ciegos de un niño pequeño, o van de la mano de habitantes de calle que atraviesan un extraño limbo -eso también es Bogotá- con gatos y ratas como única compañía. Aquí también se encontrará con textos que documentan el desplazamiento forzado, el uso de plantas medicinales en Sumapaz, antologías de ciencia ficción contemporánea latinoamericana o fotografías antiguas de lugares de la ciudad que en algún momento fueron periféricos y hoy constituyen el centro de la misma.
Musil escribió: A las ciudades se las conoce como a las personas, en el andar. Musil adquirió ese aprendizaje en Viena durante sus mironerías en el café Griensteidl. ¿Cuál sería el andar de Bogotá D. C.? Nadie pierde las marcas de su nacimiento. Nicho del poder político, productora de leyes al por mayor, cuna de personajes que ilustran el mosaico nacional: pensionados, clérigos, letrados, escribanos, rábulas, militares. Las calles y las plazas de Bogotá D. C. son recorridas desde el virreinato por hordas de mendigos, rateros, ebrios, lazarinos y exhibidores de llagas y pústulas. Ahora tienen estación en las esquinas donde hay semáforos. Al lado de ser vitrina forzada de la pobreza y el desplazamiento, también es altar de adoración de las prosperidades súbitas y su gusto dudoso de ostentación y reto.
Siempre estoy acostado escuchando los restallidos, frenazos y pitos de las fieras de metal. Siempre estoy viendo en frente mío un muro alto, hecho de botellas de vidrio, envases vacíos de cerveza y gaseosa, pero llenos de orines de las personas que se mean desde arriba sin consideración alguna con los que estamos debajo. Algunas de esas botellas conservan orines por semanas, meses y años. En ellas puedo ver el reflejo de la gente que pasa y de los monstruos mecánicos que no cesan su actividad. A veces escucho lo que la gente dice, en su mayoría hablan de hijos o de papás, y yo me hundo más aquí abajo pensando en mis niños a quienes no quiero ver. Cae la noche, ese manto oscuro lleno de sortilegios, lleno de todo, lleno de nada. Todo está muy negro pero alcanzo a divisar mis sombras, gracias a los fogonazos de los fósforos y a los destellos naranja de un cigarrillo que no fumo para poder sacar sus cenizas y usarlas en mi carrito de zurro. Estoy recostado en una llanta de un carro pequeño, que me sirve como cabecera de una cama que no tiene colchón ni cobijas.
Las urbanizaciones recientemente inauguradas, que se contaban por centenares, se caracterizaban por algo inaudito para la gente de más edad, fuera bogotana o advenediza: no se podían distinguir las calles de las carreras. Se ignoraba si las modernas transversales salían de los cerros para volver a ellos, o qué pasaba. En cambio las calles auténticas, las calles como Dios manda, subían y bajaban, diferenciándose en eso de las otras, las simples carreras que se limitaban a cruzar las vías. Pero si era que también los cerros habían quedado demasiado lejos, extraviados, los cerros bogotanos, el punto de mira tradicional, sin el cual no se podía contestar a ningún viajero que llegara a preguntar "por dónde sale el sol".
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