Un periplo por una ciudad que pocos conocen, un viaje nocturno al interior de una urbe que disfruta y padece las horas de la noche y la madrugada.
Este capítulo se interna por laberintos de luces de neón, camina por calles ambientadas por postes eléctricos, asiste a las celebraciones de algunos noctámbulos y extrae de ellas su banalidad y extravagancia. Aquí también se acompaña la soledad inevitable de quienes atraviesan las madrugadas ataviados con los trebejos de su propia vida.
Pavimento entre las costillas
La luz de la luna baña las ramas entreveradas de saúcos y araucarias en el Parque Nacional. Una sombra larga se proyecta sobre el pavimento despedazado de la calle 36. La sombra es la de un hombre que empuja un carromato atestado de cartones, cobijas y lámparas, acompañado por un perro naranja que parece de fuego. La sombra larga es borrada por las luces rojas de un automóvil que avanza con velocidad. El carro baja por la Avenida 39 y acelera en dirección a la carrera 30, dejando a su paso una estela de vidrios rotos y “murmullos y música de alas”. En el aire flotan trozos de bachata, techno, reguetón, salsa, punk y vallenato como globos de neón lanzados desde las terrazas de los bares, los baños de las discotecas y las ventanas de las casas en donde la gente le rinde tributo a la reina de todas las reinas: la noche bogotana.
La reina nocturna impregna la ciudad con su aliento de luciérnagas fantásticas, viste con los trajes de lentejuelas de las drag queens y lleva las uñas largas e iluminadas como los strobber bajo los que la gente baila furiosa en algún sótano de la Caracas. Aullidos. Gritos. Carcajadas. La agonía de la fiesta. El silencio. Al siguiente día, con la luz de la noche extinta, los implicados se levantan en medio de un cenagal extraño, con relámpagos en la cabeza y las sombras del pavimento metidas entre las costillas. Afuera el pregonero anuncia tamales, aguacates y envueltos de mazorca. Ofrece comprar marcos de ventanas, hierros retorcidos de materas o cualquier chatarra inservible. En ese momento las criaturas nocturnas se preguntan sobre el sentido de la vida: ¿acaso no es el de bailar hasta desaparecer?
Animal voluptuoso
En estas páginas se fisgonea a la orilla de las mesas de los restaurantes, se bebe en las barras de los bares y se emprenden largas incursiones nocturnas con los protagonistas de novelas, cuentos y crónicas que desenmascaran y desvisten al animal voluptuoso de la noche bogotana. En esta sección se agrupan, entre otros, Nocturno Bogotá, de Alonso Sánchez Baute, Fiesta en Teusaquillo, de Helena Araujo, Sin remedio, de Antonio Caballero, y Las puertas del infierno, de Jose Luis Diazgranados, que inicia con esta pregunta, que bien podría resumir el carácter de este capítulo: “¿Desea usted saber cómo es Bogotá en las horas de la madrugada después de haber llovido durante la noche?”.
Escucha los sonidos de la noche bogotana en este paisaje sonoro.
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Nocturno
La reina de las reinas ha abierto sus fauces para que el lector ingrese dando tumbos por esa boca pintada, encienda una bengala en alguno de los dientes y resbale por aquella garganta que lo conducirá al vientre oscuro de la noche bogotana.
Pidió una cerveza en la barra, pero no había cerveza. Un whisky, entonces. Le pusieron delante un platico ovalado con maní. Lo devoró de un par de manotadas. Recordó que había salido justamente porque quería comer, y pidió más maní. Habas tostadas. Almendras. Papas fritas. No le dieron nada. Pero se quedó, ahí, tomándose su whisky con sabor a amoniaco. Si no hubiera sido por el tanguista, aquello hubiera sido un remanso de paz.
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