Por: José María Gutiérrez de Alba
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Fecha: 26/02/1873
"Esto me proporcionó el placer de asistir y examinar escrupulosamente, en todos sus pormenores, el tocador de una india. Hacía poco que se había levantado, y al llegar yo a su choza, acababa también de entrar en ella. Contestó a mi saludo con unas frases que no pude comprender, acompañadas de una sonrisa benévola. Me senté sobre un tronco a encender un cigarro en una pequeña hoguera que ella tenía próxima, para ahuyentar los mosquitos, y le ofrecí otro, que aceptó con muestras de gratitud, y guardó sin duda para fumarlo más tarde. Era la india una muchacha de hasta unos veinte años, fresca y rolliza; y aunque sus carnes tenían el color del bronce oxidado, se hallaban a la sazón en perfecto estado de limpieza, y no las afeaba ninguna de las extravagantes líneas con que se pintan frecuentemente. Acababa de bañarse.
No pareció embarazarle de modo alguno la presencia de un extranjero para hacer su toilette de mañana, porque después de mirarme de un modo particular, que a mi parecer quería decir ""con su permiso"", echó mano de una especie de cestilla cuadrada, como de un palmo poco más o menos; la abrió cuidadosamente, y empezó a sacar de ella cuanto necesitaba para su atavío: fue lo primero un peine, formado con bastante primor y habilidad, de las finísimas y aceradas púas que guarnecen el tronco de la palma llamada chontaduro, ligadas entre dos palitos con filamentos de otra palma. Después de alisarse perfectamente los cabellos, húmedos todavía por el baño, sacó del cestillo una especie de corona estrecha, formada de plumas rojas y azules, como de una pulgada de longitud, entresacadas del vistoso plumaje de un guacamayo, y la colocó sobre su frente". 26 de febrero de 1873