Por: David Le Breton
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Fecha: 01/01/2019
En la tradición de Aristóteles, durante mucho tiempo, el dolor se concibió como una forma particular de la emoción (Ética a Nicómaco, libro II), una dimensión del afectado en su intimidad. Más tarde, la filosofía mecanicista, en particular en la obra de Descartes, definió el dolor como una sensación producida por el mecanismo corporal. Se ocultaba la parte del hombre en la construcción del sufrimiento; este se veía como un efecto mecánico de saturación, simple consecuencia de un exceso de búsqueda de sentido. La biología gozaba el privilegio de estudiar el mecanismo » del influjo doloroso, describir con la objetividad requerida el origen, el recorrido y el punto de llegada de un estímulo. La psicología o la filosofía relataban la anécdota del dolor, es decir, la experiencia subjetiva del individuo. Esta teoría desembocaba en la idea de la especificidad de un sistema receptor cutáneo que transportaba directamente una excitación nerviosa, gracias a fibras propias, hasta un centro del dolor situado en el cerebro. Una mecánica neuronal y cerebral conducía el influjo doloroso y lo sustentaba; el hombre no era más que una hipótesis secundaria, y hasta desdeñable, el fenómeno solo concernía a la máquina del cuerpo». Sin embargo, para comprender las sensaciones en las cuales está en juego el cuerpo no hay que buscar en el cuerpo, sino en el individuo, con toda la complejidad de su historia personal. De lo contrario, numerosos hechos que la experiencia suministraba resultaban inexplicables.