En última instancia, la ciudad moderna —emblema del progreso y la vida contemporánea— se define por este frenesí incesante, por esta vorágine que marca el pulso de sus calles y de sus habitantes. Es en esta experiencia vertiginosa donde se encarna el ritmo del desarrollo: una velocidad que no da tregua, que arrebata el tiempo y empuja los cuerpos a una existencia apurada, fragmentaria, muchas veces solitaria. Así, habitar la metrópoli es también aprender a sobrevivir a su intensidad, a ese movimiento que no cesa y que parece fundar el mito del progreso sobre el sacrificio de la calma.
Autos, buses, metros, tranvías… los medios de transporte aceleran el tiempo y disminuyen las distancias. ¿Quién no ha sentido que la vida en a la ciudad es más rápida que en el campo? El caos, nos dice Lluís Duch en su libro Vida cotidiana y Velocidad , parece la constante y un deber del citadino:
“Los teóricos clásicos de la modernidad estaban convencidos de que la idea de “progreso” era la resultante del movimiento incesante, sin pausa, ni respiro, de los nuevos tiempos, cuyo imperativo categórico era: “¡muévete!”, “¡cambia sin cesar!, “¡abandona el pasado!”, “¡rechaza la nostalgia!”: un movimiento cada vez más acelerado e imprevisible (…)”.