Detenerse en la ciudad es un acto íntimo, casi revolucionario.
Caminar a pie, sin prisa, permite que la ciudad se despliegue con todos sus matices: el aroma del pan recién hecho en una esquina, el murmullo de conversaciones que se entrelazan, el crujir de las hojas secas bajo los zapatos, la textura de un muro agrietado que guarda historias. Recorrer la calle es activar los sentidos: mirar con detalle, escuchar lo que el ruido suele tapar, oler lo que solo se percibe cuando se va despacio. En ese ritmo otro, más cercano al cuerpo que al reloj, la ciudad deja de ser tránsito y se convierte en paisaje, en experiencia, en presencia compartida. Sentir la ciudad es volverla nuestra.
Y no es que en auto o en bicicleta no se disfrute la ciudad, pero hay una experiencia particular en recorrer las calles a pie, como peatón, oliendo, viendo y sintiendo los olores, los colores, los sonidos y la textura de la ciudad. David Le Breton en su Elogio del caminar nos dice:
“Caminar nos introduce en las sensaciones del mundo (…) Y no se centra únicamente en la mirada, a diferencia de los viajes en tren o en coche, que potencian la pasividad del cuerpo y alejamiento del mundo. Se camina por que sí, por el placer de degustar el tiempo, de dar un rodeo existencial para reencontrase mejor al final del camino, de descubrir lugares y rostros desconocidos, de extender corporalmente el conocimiento de un mundo inagotable de sentidos y sensorialidades, o simplemente porque el camino está allí”
¿Conoces tu ciudad a pie? ¿Qué sensaciones (olores, sabores, colores, sentimientos) te producen algunos espacios de tu ciudad al caminarla?